Relato Breve escrito por Mary Carmen
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Las sillas chirrían terriblemente sobre la tarima, también el murmullo de las voces que va en aumento hasta convertirse en un griterío ensordecedor. Algunos tiran sus mochilas sin contemplaciones y cuando caen son como pequeñas deflagraciones que bombardean los tímpanos. Otros lanzan los estuches que se estrellan contra la pared y al chocar con el muro expulsan sin contemplaciones su interior: bolis y lápices que impactan en el suelo como una pequeña traca. Don Ramón, con sus gafas doradas apoyadas en su nariz puntiaguda y afilada, mira por encima de los cristales y observa, resignado, como en los últimos veinte años, el desorden de la clase mientras los alumnos abandonan la clase.
A Don Ramón esos instantes le desconciertan. Después de pasarse más de cinco horas diarias explicando a pleno pulmón y realizando increíbles ejercicios onomatopéyicos para imitar el silencio, cuando este llega así, de repente, se sobresalta, y se le encoge el corazón. Cuando todos abandonan el aula Don Ramón se queda unos segundos aturdido, sin saber muy bien cómo organizarse en esos primeros momentos en los que reina la calma. Es cuando no tiene que preocuparse por descifrar las frases que susurran los estudiantes de la última fila, y cuando no tiene que regañar a nadie por el uso de un lenguaje clandestino llenos de insultos y palabras obscenas. En el ruido se encuentra a salvo, no tiene que oír sus pensamientos. Por eso siempre se esfuerza por huir lo antes posible de un silencio que le embota. Cuando todos salen de su clase y se queda solo y sin palabras le invade un miedo raro que le hace sentirse incómodo. Le gustaría poder retener el jaleo sonoro de los que se van.
Esta tarde está especialmente aturdido, sin saber del todo muy bien porqué. Entonces lo escucha, traga saliva y presta oídos a una música muy bajita que sale de un lugar indeterminado. Camina decidido hacia una de las mesas y los acordes de “born to run” invaden la clase. La voz particular y única del viejo roquero sale de un móvil olvidado que alguien ha dejado encendido sobre un pupitre cercano a la ventana.
– Oiga, profe, ¿puedo entrar? –la voz aguda de Jaime, el chico del flequillo rebelde de la última fila, irrumpe en el aula.
– Bueno, si tenemos en cuenta que ya estás dentro…- le dice Don Ramón- ¿Qué quieres?
– Nada, profe, la música. Me he dejado mi móvil.
– ¡Ah! Vaya… así que escuchando música en clase ¿no? Pues ve olvidándolo por ahora, te lo devolveré al final del día.
– Pero, profe…
– Nada, al final del día.
Sin embargo, Jaime no se marcha, mira desafiante a Don Ramón que por un momento vacila. No sabe mantener la mirada provocadora del chico, tampoco el silencio forzado. La música continúa, susurrante y mutilada, en un rock demasiado bajo que, sin la potencia de amplificadores que aumenten sus decibelios como es debido, ha perdido su esencia, como Don Ramón su autoridad. Ahí está manteniendo con dificultad las formas ante un chaval al que triplica la edad. Él siempre se ha sentido más seguro al frente de un curso que a solas con un alumno, lo suyo es liderar grupos. No se oye nada, tampoco en los pasillos y aunque permanece cierto eco sordo de los autobuses y de los coches que abandonan el centro escolar, un sonido aletargado que debe ser atronador en la calle, lo cierto es que en el interior ha cesado todo ruido.
– No te tomas nada en serio, Jaime –dice distante Don Ramón.
– Pero, profe, si es que esto de la historia no sirve para nada, la verdad. Venga, devuélvame mi móvil y todos en paz.
Don Ramón mira a Jaime con detenimiento. Permanecen los dos de pie, frente a frente, escuchando una música eterna. Don Ramón se da la vuelta y se sienta. Se asoma a la puerta el grupo de amigos de Jaime. El silencio se rompe: silbidos desde la puerta, risas cercanas y otra vez un montón de palabras con pisadas atropelladas sobre el suelo de madera. El maestro, con el móvil de Jaime que no para de sonar entre sus manos, recobra el aplomo.
– Esta bien, Jaime, te lo devolveré mañana –le dice.
– ¿Cómo? ¿Así que no me lo devuelve? Pero, ¿de qué va? – le increpa Jaime.
– Sí. Ya te lo he dicho. Márchate. No me obligues a enviar una nota a tus padres.- responde autoritario, con voz de profesor.
Don Ramón lo ve salir. El comité de bienvenida de sus amigos situado en la puerta del final del aula, lo recibe entre risas y el docente cree distinguir algún que otro gesto de burda provocación al que sabe que es mejor no prestar atención. De nuevo, desde la lejanía de su mesa, experimenta un vahído de desolación. Se recuesta más sobre la vieja silla, entrecierra los ojos y la música del roquero le llena la cabeza. Born to run: los gritos de los manifestantes que llenaban las calles y él pregonando a todo pulmón consignas contra la guerra y a favor del amor, un amor con chicas de sonrisa alegre que jadeaban en su oído y le daban sonoros besos de placer. Él delante de un atril casero improvisando discursos apasionados de llamadas a la lucha, pregonando consignas por una vida mejor, más igualitaria, más plural. Él, en vaqueros, con barba de inconformista y melena despeinada, corriendo para asistir a reuniones de política prohibida, corriendo para planificar huelgas de reivindicaciones justas, corriendo para huir delante de los antidisturbios. Born to run cesa aunque sus acordes permanecen dentro de su cabeza rescatando viejas músicas, militar y nupcial al prinicpio. Después, solo la melodía aburrida de su propia voz repitiendo en voz alta los temas de la oposición y las voces agrias del tribunal. Más tarde, las voces indiferentes de tantos estudiantes distintos e iguales. La música que se filtra en su alma y distorsiona, sin piedad, las otras voces, la insistente y repetida, la de la mujer para siempre, y la inconfundible de unos hijos, también para siempre, primero con su llanto cansino de bebés, luego con sus gritos de niños malcriados y con las exigencias reivindicativas de la adolescencia permanente, ahora sólo el sonido metálico, a través del teléfono, de las voces de ausencia emancipada de los hijos ya adultos. La música sorda en su cabeza: born to run.
Don Ramón se inclina sobre la mesa rebosante de ejercicios para corregir. Ahora ya no va a manifestaciones, ni oye jadeos. Ahora ya no escucha rock. Ya no hay ruido en el instituto, tampoco tiempo para correr. Un escalofrío le sacude el cuerpo.
Quizás, piensa, sea hora de comprarse un móvil de última generación.
Fin…
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