SENTADA en el sofá, con la mirada perdida entre las páginas del periódico local, la mujer pasa las horas con apresurada cadencia. Revisa los titulares, busca noticias. Parece que solo quiere que el tiempo llegue. No hay nada que hacer por las tardes. Solo esperar a que den las seis.

Él se lo advirtió. Tardes monótonas de lectura en el salón. A las cuatro, ella recoge los platos y vasos que han usado durante el almuerzo. Se sienta silenciosa en el sillón de la salita de estar y lo ve alejarse. Mientras él duerme la siesta, ella, mata el tiempo. Revisa la prensa. Comprueba que no ha ocurrido nada. Le gusta estar al día, se entretiene. Hoy dos bomberos han rescatado a un gatito del tejado del ayuntamiento, anuncian los titulares del periódico. Los empleados públicos encontraron al gatito del alcalde durmiendo en el techo de la municipalidad. El alcalde está de vacaciones en el pueblo de su mujer, y los bomberos han celebrado el acontecimiento adoptando al animal, en espera a que el edil vuelva. La mujer levanta la vista del periódico, emite un suspiro que acompaña de una sonrisa divertida y vuelve a mirar el reloj.

Son las seis. Ella dobla el periódico con paciencia y lo apoya en la mesita que tiene de frente. Se levanta con dificultad. Siente como sus rodillas crujen por el esfuerzo. Su cuerpo ya no responde bien, le pesan los años. Arrastrando las chanclas llega a su habitación. Toca con los nudillos flojos la madera de la puerta, la abre apenas unos centímetros y a través del hueco lo ve acostado sobre la cama. La respiración de él es profunda, emite un silbido extraño, parecido a un ronquido. Las sábanas, arrinconadas en la esquina, desvelan el calor del verano, ve algunas gotas de sudor resbalando por su frente. Se mantiene en silencio unos segundos más.  ¿Cuándo terminó el deseo?, se pregunta mientras levanta las cejas, y con el sigilo de un gato perdido, le susurra cerca del oído. Cariño son las seis. Se vuelve y sale de la habitación. No espera respuesta, él nunca responde.

Se conocieron en el bar de la facultad de medicina. Ella estudiaba derecho. Le gustaba divertirse en las fiestas de los futuros médicos. Son más juguetonas que los estrictos cocteles de los abogados, les decía a sus amigas. Él, hijo de médicos, hacía horas extras en la barra del bar de la facultad. Se fijó en ella de inmediato, y una tarde la invitó a una cerveza. Ella aceptó algo azorada por el atrevimiento. Los días que siguieron se llenaron de cortejos, encuentros de copas y besos. Entonces llegó la boda y las tardes de siesta. Han cumplido los setenta, ella los traspasó el pasado verano, él en otoño. Ella mantiene las secuelas del peculiar encanto que lució en su juventud. Él las ha perdido todas. Además de guapa, era ágil de conversación. Él se enamoró de su plática. Las tardes de estudio en la biblioteca terminaban en airadas y retorcidas tertulias. Aquella joven estudiante, aquella chiquilla de cuerpo pequeño, pero grácil y moldeable, cómoda de abrazar y difícil de rebatir, tenía una hermosa y afilada lengua.  

Examina el esmalte de sus uñas y se revuelve en el sofá. Un rumor en la habitación contigua la inquieta. El ruido proviene del estudio, dónde está el ordenador. Sabe que se ha levantado y comprende que comienza la siguiente sesión. Cigarrillos y libros. Hace calor. A la tarde aún le quedan latidos. No hablan. Se adentra en el calor de la habitación de matrimonio y comienza a vestirse, sin prisa. Hoy estrena falda. Frente al espejo del cuarto de baño se arregla el cabello, ensarta con cuidado los pendientes de perlas blancas —regalo de las pasadas navidades—, se calza las sandalias azules y sale al recibidor del apartamento. La habitación del ordenador expele un excesivo olor a tabaco que lo impregna todo. Sin embargo, él detecta su perfume. Sin apenas mover la mirada del libro le pregunta: ¿A dónde vas, cariño?

  • Ella no responde, solo hace sonar las llaves y amaga con irse.

Un cigarrillo a medio consumir le cuelga de la comisura de los labios. Finge limpiar la ceniza, que a duras penas se mantiene adherida al pitillo, y que al final termina cayendo encima de la mesa. Ella lo espera, condescendiente, y sonríe. Lo ha cazado de nuevo. Se levanta con prisa, abandona el resto del cigarro y encaja el libro en la estantería. Ella se vuelve y lo mira mientras acomoda la llave en la cerradura. Al segundo giro de la llave él reaparece. Se ha peinado, con la raya a la izquierda. A ella le gusta. Un nuevo cigarrillo humea en sus labios. Ríen, cierran la puerta y salen juntos a la calle sin pronunciar palabra. Se alejan por la avenida con las manos entrelazadas.

Relato breve escrito por Merche Postigo

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