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Lo miré a través del vidrio biselado de una botella vacía y me apoderé de sus recuerdos, los hice míos porque si él los tenía fue porque vivió todo lo que debía haber vivido yo.
Es cierto que nadie me cree. Ya nadie me puede creer. Las verdades se escondieron en la primera botella de ginebra que me bebí solo, o tal vez en la segunda. ¡Qué más da! Ahora ya todo da igual.
Llegó al barrio cuando éramos unos críos tan pequeños que aún no teníamos sueños de futuro, tan solo la urgencia de ganar el partido los fines de semana de la liguilla de los colegios de la zona. Ahí empezó su ascenso y también mi derrota. Aquella tarde llovía y el entrenador dejaría en el banquillo a los que no superaran la criba, yo no la superé. No estuve a la altura. Mateo armó gresca, me acusó de chupón, de no pensar en el equipo y el entrenador me relegó, no esperaba eso de ninguno de sus pupilos. Pero él, en el vestuario, bromeó conmigo y no dio ninguna importancia al hecho. Tampoco cuando el profesor de física, años más tarde, me suspendió porque los dos exámenes eran idénticos, el suyo era el original, el mío una mera copia. Yo también me creí esa versión. No me dolió, éramos adolescentes. Reí la ocurrencia.
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Con Mateo todo ocurrió por primera vez, el primer cigarrillo, las primeras cervezas, el primer porro. Entendí que tenía que compartir a las chicas. Dejé que Melinda, mi novieta de farmacia, se acostara con él. Esa noche me rompí el brazo. Salí con urgencia del piso y los dejé allí. No vi el último peldaño, bajé a trompicones la escalera sin mirar atrás, sin recular.
La ginebra siempre me ha gustado, transparente y amarga. Beber reconforta, confunde las ideas y embrolla los recuerdos. Mirar a través del cristal de la botella siempre deforma las imágenes de alrededor y quita consistencia a los pensamientos. Es por eso que me gusta.
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Luego pasó tiempo, sin Mateo, sin bebidas. Priorizar objetivos supuso años de ahorro, de pocas horas de descanso, de tantos sueños. Mis metas conllevaban un trabajo serio, una familia. Mis días se llenaron de proyectos de ascenso, de un coche mejor, de una casa más amplia, de buenos colegios para los chicos. A más deseos más esfuerzos. También algunas decepciones.
La botella está vacía. Agito el vaso. Veo a Mateo en la mesa de enfrente, su cara a través del cristal me recuerda vagamente a un sapo.
Apenas hace un año que ha vuelto a la ciudad, a retomar viejas amistades, dijo. Se conserva bien, viste de marca, sale en moto y en barco. Y se ha ido haciendo asiduo, primero en el gimnasio, después con los compañeros de trabajo, por último, en casa.
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Agarro con fuerza la botella, la vuelco pero no queda nada. Siento sequedad en la boca y un calor intenso me sube a la cabeza, pronto todo me dará vueltas. Mateo se levanta y se aleja. Antes de que él traspase la puerta y yo caiga desplomado sobre la mesa reconstruyo recuerdos. Deberían atascarse en mi mente pero, no lo hacen, fluyen sin interrupción, con filos cortantes como cuchillas de afeitar. Anulan mi fuerza de voluntad. Después de vaciar muchas botellas solo, los recuerdos de Mateo me abruman y se solapan uno tras otros aplastando lo que a lo mejor viví yo. En mis pensamientos surge todo lo que yo no hice, pero Mateo sí: los viajes de trabajo, los coches caros, las amantes bellas en hoteles de lujo. No hay rastro de mis deudas, ni del dinero que perdí en negocios arriesgados de los que yo no supe retirarme a tiempo, tampoco del aval que los bancos se cobraron dejándome sin casa, ni rastro de la decepción en la mirada de mis hijos, tampoco encuentro en mis recuerdos rotos el rostro de mi mujer. Yo debería haber vivido el éxito de Mateo con el dinero, con mi mujer.
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Hoy he bebido más, cada día un poco más. Él ha triunfado. Tiene todo. Se ha quedado con todo. Yo estoy sin nada. Pronto me desplomaré sobre la mesa. Perderé la consciencia, vagaré inerte en el letargo amargo de los borrachos.
Quizá, no despierte más.
…
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